miércoles, 21 de marzo de 2012

Patricio Valdés Marín



Un organismo biológico es una unidad discreta de la estructura especie. A su vez, una especie es una unidad discreta de la estructura biocenosis. La biocenosis junto con el biotopo son las unidades discretas de un ecosistema. Cada especie posee en el ecosistema un nicho ecológico. Sólo la especie humana trasciende la barrera de los nichos ecológicos, teniendo el potencial para ocuparlos todos y desplazar las especies que los ocupan hasta su total extinción. Toda especie biológica depende que sus unidades discretas, los organismos biológicos que pueden potencialmente aparearse entre sí y tener prole fecunda, lleguen a sobrevivir para que justamente puedan procrear y prolongarla hacia el futuro y propagarla a través de la geografía.


La ecología


El ecosistema

Un organismo viviente es un sistema autónomo en cuanto generador de fuerzas que persiguen su propia autoestructuración, supervivencia y reproducción. Para generar las fuerzas requeridas, obtiene la energía de un medio providente, del que depende. Así, un organismo biológico es también un sistema abierto que encuentra su equilibrio en el intercambio con su medio externo, que llamamos ecosistema. Pero también en dicho medio operan una multiplicidad de fuerzas que hacen permanentemente peligrar su propia existencia, por lo que debe ser muy funcional para conseguir sobrevivir allí. En el ecosistema su propia estructura, rica en energía, es apetecida por otros organismos vivientes. Además, no todas las fuerzas que operan allí le son beneficiosas.

Un ecosistema particular, que comprende el medio externo de todo organismo biológico que existe allí, es una estructura compleja formada por dos subestructuras suficientemente homogéneas que interactúan entre sí en un espacio particular, o biotopo. Un ecosistema comprende, por una parte, un sustrato químico de elementos inorgánicos que componen el suelo, el agua y el aire, y ciertas condiciones físicas, como temperatura, radiación solar, presión, densidad, fuerza de gravedad, etc.; y, por la otra, el conjunto de organismos vivos, o biocenosis, que sobreviven en dicha estructura físico-química.

Las unidades discretas básicas de los organismos vivos se caracterizan por ser estructuras macromoleculares orgánicas, es decir, no pueden estructurarse espontáneamente a partir de elementos químicos, ni incluso de moléculas inorgánicas más sencillas, sino que son producidas, en su totalidad, por los propios organismos vivos. A su vez, las unidades discretas últimas de estas macromoléculas orgánicas corresponden a determinados elementos químicos. En la composición química de los organismos vivos intervienen no más de 60 elementos, de los cuales doce son invariables, pues se encuentran en todos los organismos, y seis de éstos (carbono, nitrógeno, oxígeno, hidrógeno, fósforo y azufre) entran en la composición de toda materia orgánica. Los otros seis (calcio, magnesio, sodio, potasio, hierro y cloro) tienen importancia en los distintos aspectos del metabolismo.

Procesos

Un ecosistema no es una estructura estática, sino que experimenta permanentes cambios a consecuencia de la variación de las condiciones físicas y como efecto de la acción de los organismos que lo integran. Posee fundamentalmente dos procesos. El primero conforma un ciclo cerrado, denominado ciclo del carbono. Desde el punto de vista de la estructura, su estado inicial son los elementos químicos invariables. El proceso comprende primeramente la estructuración de las macromoléculas orgánicas y, posteriormente, su paulatina desestructuración, hasta retornar al estado inicial de elementos originales desestructurados, manteniéndose relativamente constante la cantidad de elementos.

El segundo proceso es el de la energía. Un ecosistema no es un sistema cerrado. Requiere el aporte permanente de energía, de modo que gran cantidad de energía, proveniente en el principio desde fuera del ecosistema, es consumida por el mismo. Esta energía –principalmente luminosa– consigue estructurar –a través de la fotosíntesis– variados elementos químicos en macromoléculas orgánicas de glucosa. Éstas, a su vez, aportan la energía acumulada según los requerimientos del organismo viviente al irse posteriormente desintegrando.

La energía inicial proviene principalmente del Sol, en especial de su espectro visible. En un proceso denominado fotosíntesis, la energía de las radiaciones luminosas es captada y absorbida por moléculas de pigmentos, como las clorofilas y los carotenos. Estos cloroplastos transforman la energía luminosa en energía química produciendo, en ausencia de oxígeno, trifosfato de adenosina (TPA) a partir de difosfato de adenosina (DPA) y es empleada para sintetizar las macromoléculas orgánicas de almidón a partir de sustancias inorgánicas tan simples como el agua y el dióxido de carbono (6H2O + 6CO2 -> C6H12O6 + 6O2).

Estas moléculas orgánicas gigantes constituyen las primeras macromoléculas energéticas de hidrato de carbono, de las cuales los seres vivientes obtienen la energía para vivir en una sucesión de pasos de cesión energética, hasta la final desestructuración molecular, cuando ya no queda energía aprovechable. Los enlaces químicos de estas estructuras macromoleculares almacenan la energía recibida. En realidad, sólo el 1 % del total de energía lumínica que llega a una superficie cubierta por vegetales es utilizado en la fotosíntesis. Cuando la estructura se desintegra en su totalidad, ya no queda energía aprovechable. Los elementos desintegrados vuelven a estructurarse nuevamente en frescos cloroplastos a causa de la fotosíntesis en un proceso sin fin.

Consumo

Sin embargo, en la perspectiva de la biosfera, mientras la energía proveniente del exterior es inagotable, los elementos químicos que conforman los recursos terrestres aprovechables por la materia orgánica son limitados. Esta distinción reviste especial importancia en nuestra época, más preocupada por obtener recursos energéticos que por preservar los recursos biológicos. En la limitación de las estructuras que conforman la materia orgánica se oculta el fantasma de Malthus, el que tantas veces ha amenazado manifestarse sin haber aún aparecido en su anunciado horror, excepto en algunas pobladas y primitivas regiones de la Tierra, abatidas por el hambre. Tomás Roberto Malthus (17766-1834) sostenía que mientras la población aumenta en progresión geométrica, los alimentos aumentan sólo en progresión aritmética. En una escala menor numerosas han sido las civilizaciones que han desaparecido en el pasado a causa de la excesiva explotación de los recursos naturales. Basta recordar los mayas, los nubios, los pascuenses o los caldeos. Estas civilizaciones son recordatorios de lo que puede ocurrir a una escala mayor.

La energía contenida en los enlaces químicos de las macromoléculas orgánicas va siendo posteriormente utilizada por los organismos vivientes en su actividad de supervivencia, reproducción y autoestructuración. Una gran cantidad de energía se consume, por ejemplo, en el desplazamiento y en el metabolismo propio de un organismo vivo. Esta energía va siendo consumida de manera discreta en un sutil proceso de degradación oxidativa de los productos metabólicos, en el que los compuestos fosfatados, ya mencionados, son determinantes.

Cada compuesto de este tipo funciona como batería recargable que se descarga discretamente cuando transfiere a las células del organismo una cantidad discreta de energía y se transforma en DPA, y se carga nuevamente como TPA al recibir nueva energía de la escalonada degradación de las macromoléculas. Una serie de moléculas de TPA proporciona la energía necesaria para el proceso metabólico, transformándose cada una de ellas en DPA al quedar sin su propia cantidad de energía cuando se le es solicitada. Pero el DPA es vuelto a recargar, volviéndose en TPA, cuando una macromolécula se degrada en otra de menor valor energético, cediéndole su cuota discreta de energía.

El mecanismo de cesión energética-degradación química de la macromolécula orgánica termina con la total desestructuración orgánica de sus elementos químicos constituyentes y la transformación de la energía química en energía mecánica, eléctrica y calorífica necesaria para la supervivencia. Este mecanismo se conoce como el ciclo de Krebs, por su fundador, el bioquímico alemán Hans Adolf Krebs (1900-1981), y es el fundamento del metabolismo celular. El metabolismo depende de una secuencia de procesos, encadenados unos con otros, engranados como los dientes de un mecanismo de precisión por el cual el ácido acético se transforma en ácido cítrico tras un proceso que comprende nueve etapas. Estos procesos se llevan a cabo en cada célula, específicamente en sus mitocondrias, que ofician de centros oxidativos o talleres de producción de proteínas del ciclo mencionado. Allí se ubican tanto las unidades de TPA como los ribosomas con gran contenido de ARN (ácido ribonucleico) que controlan la síntesis de proteínas.

Biomasa

Un ecosistema particular contiene una cantidad de materia orgánica denominada biomasa. Esta se mide corrientemente en peso (peso fresco, peso seco, peso de carbono, etc.) por unidad de superficie terrestre. La producción de biomasa depende de la variedad de la biocenosis. Mientras esta última contenga una mayor cantidad de especies, la competencia entre los organismos vivientes será mayor, sobreviviendo los individuos de aquellas especies más eficientes en obtener alimentos y utilizar energía. Toda diversidad de nichos ecológicos podrá ser ocupada.

Si la variedad de especies biológicas disminuye, también disminuirá la capacidad del ecosistema para producir biomasa y, por tanto, la capacidad para aprovechar la energía que ingresa. Pensemos, por ejemplo, en las estériles arenas de un desierto originado tras la tala de árboles y quema de abrojos de una otrora ricamente biodiversificada selva tropical.

También la producción de biomasa depende de las condiciones del biotopo. Si sus condiciones varían, también se modificará su producción. Por ejemplo, un biotopo puede contaminarse con toxinas o puede empobrecerse de sus elementos invariables por la erosión, lo que implica una disminución neta de la producción de biomasa. Inversamente, el biotopo puede ser fertilizado mediante la incorporación de nutrientes y agua de riego para una producción mayor de biomasa, como un agricultor bien lo sabe. La "revolución verde", que es la aplicación de la tecnología a la producción selectiva de biomasa, ha logrado aumentar la productividad a límites antes insospechados. Aún no se sabe cuál será el tope útil para dichos límites.


Productores, consumidores y descomponedores


La materia orgánica es alimento y las especies biológicas se distinguen entre sí, desde el punto de vista ecológico, en cuanto a la función particular de obtención de materia orgánica. Según la forma de obtención del alimento, se encuentran diferentes tipos de organismos vivos, los que conforman una cadena trófica de cuatro eslabones básicos: productores primarios, consumidores primarios, consumidores secundarios y descomponedores. No obstante, la idea de cadena es una abstracción que hacemos para comprender la complejidad de las múltiples cadenas tróficas presentes en cualquier ecosistema, las que semejan más bien a una red trófica. Las relaciones de los organismos vivos de un ecosistema no son lineales, sino que existen muchas relaciones tróficas colaterales, como parásitos, comensales, simbiontes, coprófagos, carroñeros.

Es evidente que si la dependencia por alimento de parte de los organismos vivos que ocupan los eslabones posteriores es total respecto a los eslabones primeros, y que si cada organismo consume energía para sobrevivir y reproducirse, devolviendo cuando muere menos energía de la que ha recibido, el peso total de los organismos, aunque no necesariamente el de los individuos, va decreciendo a medida que se avanza por la cadena alimentaria. Por ejemplo, en un ecosistema particular, hay menos peso en zorros que en conejos.

Sin duda que la idea de cadena trófica está lejos de satisfacer el ideal de paz y armonía concebida por quienes describieron el Paraíso Terrenal en el libro del Génesis. La realidad muestra que el león no puede convivir de esa forma idealizada con el cordero. Ambos establecen una relación depredador-presa, donde el segundo es una víctima "inocente" de la "despiadada" necesidad de alimentación del primero. No obstante la "ley de la selva", que es la imposición de la voluntad del más fuerte, no existe en la selva. Cada ser viviente de la selva persigue sobrevivir y reproducirse actuando estrictamente según los condicionamientos que son comunes a todos los individuos de su propia especie. Jamás podrá un individuo actuar de un modo distinto en su ambiente natural. En algunas ocasiones él será un depredador de determinados seres vivientes y en otras, será presa de otro grupo determinado de seres vivientes.

Los productores primarios comprenden la totalidad de los vegetales, exceptuando los hongos, y ciertos microorganismos dotados de determinados pigmentos semejantes a las plantas superiores. Mediante la fotosíntesis, éstos estructuran primeramente hidratos de carbono, a los que les incorpora además una serie de elementos químicos que obtienen del medio, hasta formar las variadas y complejas macromoléculas orgánicas cargadas de energía, descritas más arriba, que conforman las unidades discretas de las diversas subestructuras de sus propias estructuras. Se denominan autótrofos porque son organismos que se procuran alimentos por sí mismos.

Los consumidores obtienen de los productores primarios, o de otros consumidores, las moléculas ricas en energía y materia orgánica cuya utilización dependerá en definitiva de las características bioquímicas del alimento y de las características metabólicas del consumidor. Se dividen en consumidores primarios y consumidores secundarios. Los primeros son principalmente herbívoros y obtienen su alimento de los productores primarios, o sea, las plantas verdes. Con este alimento y otros elementos del biotopo (agua, oxígeno, sales, etc.) se autoestructuran y ejercen fuerza. Igual cosa ocurre con los consumidores secundarios, excepto que ellos obtienen su alimento ingiriendo principalmente a los consumidores primarios, pues son carnívoros.

La energía por unidad de peso contenida en la carne es muy superior a la contenida en los vegetales, ya que éstos poseen componentes –leñosos– que sirven para estructurarse en el espacio y que son en general poco nutritivos, y un trozo de carne engullido en pocos bocados mantiene a un animal satisfecho por muchas horas. En contra de los buenos deseos de los vegetarianos para con el ecosistema y la supervivencia de tantos ingenuos e inocentes pero apetitosos animales, los seres humanos somos principalmente consumidores secundarios, pues no conseguimos sintetizar todos los aminoácidos que necesitamos a partir de los vegetales que consumimos, ni aunque los cocinemos. El déficit en aminoácidos proviene de los herbívoros que sí digieren los componentes más simples, sintetizándolos. Posteriormente, nosotros los ingerimos ya metabolizados en forma de carne y productos lácteos. No deja de ser horrible el pensamiento de que para alimentarnos y gozar de ello como un buen gourmet debamos sacrificar criaturas cuya vida es un gozo de percepciones, emociones y convivencia.

Todos los organismos que mueren y no son devorados por otros, sean productores primarios o consumidores, así como toda clase de restos orgánicos, como hojas y ramas caídos de los árboles, excrementos, e incluso bacterias, son degradados en último término por los descomponedores. Estos organismos vivientes consumen lo último que va quedando de energía en los últimos enlaces químicos de las ya degradadas macromoléculas orgánicas originales. Descomponen los restos orgánicos mediante una especie de digestión externa y absorben más tarde las sustancias resultantes que les son útiles, quedando el resto mineralizado.

Así, si los productores primarios incorporan a la materia orgánica una serie de elementos minerales del medio, los descomponedores devuelven a éste esos mismos elementos, mineralizados. Los descomponedores cierran el ciclo de la materia orgánica y ponen nuevamente a disposición de los productores primarios los elementos y las moléculas inorgánicas que necesitan para la síntesis de su propio alimento. Si solamente los organismos vivientes pueden estructurar las macromoléculas orgánicas, solamente los organismos vivientes las pueden corrientemente desestructurar. Un pedazo de madera muerta, por ejemplo, duraría prácticamente en forma indefinida si no existieran descomponedores. Es gracias a éstos que la biosfera no es un solo cementerio de vegetales y animales muertos, desde hace tiempo, en un suelo agotado de recursos hace mucho.


El metanicho ecológico de la especie humana


Los ecólogos han llegado a determinar que cada especie biológica tiene su propio nicho ecológico, es decir, sus propias especies presas y su propio espacio de donde los individuos que la componen obtienen el particular sustento. La competencia entre dos especies sobre el mismo recurso y el mismo espacio, más el mecanismo de la selección natural que especializa mejor a la especie para un medio específico, termina siempre con la victoria de una de ellas para un mismo nicho.

En un ecosistema existen muchos nichos, y mientras más variedad de especies contenga, más son los nichos ocupados y más eficiente resulta la transformación de la materia orgánica. La ocupación de un nicho exige de la especie una tan particular especialización que si este nicho desapareciera por extinción de la especie presa, aquella especie no tendría probablemente la capacidad para ocupar otro nicho, habida cuenta de que la adaptación es un lento proceso que depende de la evolución, y también se extinguiría.

No obstante, existe una relación directamente proporcional entre inteligencia y ocupación de una multiplicidad de nichos. Una inteligencia más desarrollada permite una mayor capacidad para reconocer el valor alimenticio y satisfacer el hambre con una mayor variedad de alimentos. Un animal omnívoro es ciertamente más inteligente.

La especie humana es una especie animal que para subsistir se rige bajo las mismas leyes que rigen las demás especies, siendo parte del ecosistema. Pero podemos observar que la especie humana trasciende la barrera de los nichos. A pesar de ser la menos especializada de todas, es, por otra parte, la más multifuncional en la procura de su sustento. Ello le ha permitido subsistir en los más diversos medios y no solo alimentarse de las más variadas fuentes, tanto vegetales como animales, sino que ha llegado a industrializar la producción de alimentos.

Su multifuncionalidad proviene de su inteligencia que le ha permitido no sólo adaptarse mejor al medio, sino también adaptar el medio a sus propias necesidades. Así, la tecnología, producto de su inteligencia que genera extensiones funcionales artificiales para suplir sus propias deficiencias, le permite no sólo adaptarse a cualquier hábitat y extraer los recursos contenidos en forma eficiente, sino que también transformar el ecosistema de acuerdo a sus propios requerimientos. Interviniendo en los distintos ecosistemas, los transforma para satisfacer sus propias necesidades en favor de algunas determinadas y realmente pocas especies vegetales y animales, que son las que más le favorecen y a las cuales se esmera no sólo de recolectar, cazar y pescar, sino también de cultivar y criar.

Cabe aún preguntarse por qué el ser humano llega a extinguir especies. Es sabido que las poblaciones de las especies se regulan por la relación surgida entre depredador y presa. Si el número de zorros aumentara en un ecosistema dado, el de conejos tendería a disminuir al existir mayor presión sobre su población para ser ingerida por la mayor cantidad de zorros. Luego, la población de conejos disminuiría. Pero esto dejaría a los zorros con menos alimentos y, por tanto, hambrientos y débiles. Pronto los zorros disminuirían también en número. Pero si disminuyen mucho, los conejos aumentarían su número. Un número mayor de conejos los haría fácil presa de los zorros, posibilitando que aumentara el número de ellos. En consecuencia, en un ecosistema el número de ambas poblaciones se mantiene relativamente estable y la proporción entre ambas permanece relativamente en equilibrio.

Sin embargo, la especie humana no depende de un sólo tipo de presa para su subsistencia. Su falta de especialización para un determinado nicho sumado a su inteligencia le permite acceder a casi todos los nichos ecológicos que ella desee o que le sea económicamente más favorable, pues tal es su ingenio. En consecuencia, el ser humano puede perfectamente acabar con una población completa y seguir subsistiendo de otras especies. También puede eliminar una especie que no le es directamente provechosa o le es claramente dañina, mientras favorece a otra que sí le es más útil. En fin, en el proceso de seleccionar determinadas especies, puede acabar con algunas especies sin haber sido esa la intención.


Agotamiento del ecosistema


El ser humano en cuanto especie animal tuvo sus orígenes como un consumidor principalmente secundario tras haber provenido de antepasados eminentemente herbívoros. En el curso del desarrollo cultural, que presupuso un sustancial avance evolutivo de su inteligencia, adquirió proporcionalmente mayor eficacia como depredador, evitando a la vez ser presa fácil de sus propios depredadores. Pero también aprendió a conocer los mecanismos del ecosistema para aprovecharse mejor de la energía que contenía. Paulatina, pero exponencialmente, comenzó a dominar su propio medio y a extenderlo a todos los ámbitos de la Tierra, trasponiendo o destruyendo nichos ecológicos cada vez más numerosos.

El uso del fuego, hace medio millón de años atrás, y su dominio, hace tan sólo unos cien mil años atrás, significó que diversas materias orgánicas ricas en energía y en aminoácidos, que derivan directamente de los productores primarios, pero que no eran comestibles, se transformaran en alimentos mediante la cocción, la que rompe sus moléculas de almidón, haciéndolas digeribles. La agricultura, nacida hace unos diez mil años atrás, permitió apropiarse de algunos variados biotopos, y el pastoreo, surgido por la misma época, significó seleccionar, adaptar y domesticar las variedades para él más productivas de la biocenosis. Cada una de estas revoluciones tecnológicas ha posibilitado a la especie humana una apropiación mayor de la energía y de la materia orgánica contenida en la biosfera, acceder a más ecosistemas para transformarlos, independizarse de la precariedad de la supervivencia y aumentar exponencialmente el número de su población.

En la actualidad, como muchas voces anuncian alarmadas, la especie humana, por su creciente número de individuos, su cada vez más avanzada tecnología, su enorme y creciente capital acumulado y su insaciabilidad, ha transpuesto posiblemente el umbral que permite la subsistencia de los ecosistemas y, por tanto, de la biosfera. Los seres humanos no sólo están agotando los limitados recursos orgánicos del ciclo de la materia orgánica, sino que los están deteriorando aceleradamente por la contaminación que genera su desenfrenada producción y consumo por poblaciones cada vez más numerosas y ávidas.

El desarrollo creciente de la especie humana tiene por contraparte el agotamiento de los recursos naturales. Aquí el problema no es tanto la futura escasez de energía, aunque nuestro desarrollo económico tenga por base los hidrocarburos fósiles, ya en proceso de extinción. El problema que se avecina lo constituye la supuesta creciente disminución de macromoléculas orgánicas, base de la alimentación de los seres humanos, actualmente sufriendo un explosivo crecimiento demográfico. También el problema se refiere a las especies animales que integran las cadenas alimentarias, muchas de las cuales están extintas irreversiblemente o están en real peligro de extinción.

Así, pues, mientras la energía es abundante y la tecnología puede encontrar otros medios para obtenerla, el volumen de biomasa es limitado y está en acelerada disminución. Esta biomasa es la que se produce mediante la fotosíntesis, proceso en el cual la tecnología aún no puede intervenir si no es para ayudar a que se realice con mayor efectividad. Ella está limitada por la cantidad que está quedando en la biosfera, espacio del universo muy restringido, y que constituye nuestro único hábitat posible. Por su parte, el consumo de más energía por parte de los seres humanos termina principalmente por intensificar la explotación de los recursos biológicos que restan.

Lo peculiar del caso es que no es toda la población humana por igual la causante del fuerte desequilibrio ecológico en el que nos estamos sumiendo, sino las minorías altamente consumidoras y cada vez más poderosas de los países desarrollados. Éstas, además, inducen una explosión demográfica que no sólo causa mayores penurias a los más desvalidos, cuyo número sigue aumentando, sino que también los mismos miserables, por su elevado número, contribuyen con su cuota, de ninguna manera marginal, al agotamiento de la biosfera.


Moral ecológica


El ser humano es parte del todo social, pero cada uno constituye un todo en sí mismo, con derechos inalienables que el todo social debe respetar. En forma análoga, podemos suponer que la especie humana no solamente es la cúspide de la evolución biológica, sino que también del universo, precisamente por la capacidad de pensamiento abstracto y racional de sus individuos. Sin embargo, también es parte de la biosfera, de la cual constituye una especie más de la biocenosis.

En este segundo respecto no existe derecho alguno que excuse la voracidad y la multiplicación de sus individuos. El amplio mandato expresado al comienzo del libro del Génesis: "Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios los creó, y los creó macho y hembra; y los bendijo Dios, diciéndoles: «Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra»" (Gen 1, 27-28), está imponiendo a la especie humana el límite más obvio de todos: no destruir la Creación divina. "Dominad" significa también cuidad, conoced, respetad. La limitación de su derecho proviene del hecho que la especie humana es parte del gran ecosistema terrestre, y si subsiste allí es porque necesita convivir con otras especies.

Del mismo modo como la moral obliga respecto a la vida de otro ser humano, no existe moral "objetiva" alguna que permita a la especie humana multiplicar sus números sin límite alguno. El límite lo impone la capacidad de la biosfera, que el ecosistema en su conjunto, para sustentar a la especie humana. La existencia de la biosfera depende de sutiles equilibrios que pueden ser rotos fácilmente por la voracidad humana. Si no se ejerce algún tipo de control sobre la natalidad y la fecundidad con los tipos de anticonceptivos disponibles, que no implique ciertamente el aborto ni la eugenesia, entonces los mecanismos ecológicos se harán cargo de reducir el número de los seres humanos con grandes costos en guerra, pestes, hambre y muerte. Si el tema demográfico se lleva al terreno ético-moral, se debe compatibilizar el derecho del individuo a reproducirse con su deber dentro del ecosistema del cual forma parte. La multifuncionalidad del ser humano contiene funciones que las sociedades civiles deben controlar para poder preservar tanto su propia subsistencia como la de su medio.

Por el contrario, observamos que en el intento de fortalecer a ultranza la estructura familiar, la autoridad eclesiástica católica ha centrado ciegamente su enseñanza ética en contra de los medios anticonceptivos. No logra apreciar que arrasa simultáneamente con una cantidad de otros valores éticos cuya observancia sería posible si la familia tuviera el número de hijos que pudiera formar y educar apropiadamente, y el medio ambiente tuviera una menor tensión demográfica. Un ejemplo del segundo caso fue el sanguinario conflicto entre utus y tutsis ruandeses que se debió al explosivo crecimiento demográfico que rompió el equilibrio establecido ancestralmente entre los pastores tutsis y los campesinos utus. Es probable que en dicho aumento demográfico hayan contribuido las buenas intenciones de misioneros y médicos de la región en una prolongada política ejercida para salvar la vida de todo recién nacido, oponiéndose simultáneamente a la planificación familiar. De ser así, hubiera sido una bendición para estos pueblos no haber contado jamás con la asistencia de dichos benefactores. De igual modo, en nuestra época de acelerado desarrollo tecnológico y crecimiento de capital, es un imperativo ético el consumo mesurado de las riquezas naturales, siendo el despilfarro y el consumismo un atentado contra la biosfera, nuestros hermanos menores (los ingenuos animales) y, desde luego, nuestros semejantes.

Su inteligencia ha llevado al ser humano, por una parte, a constituirse en la especie biológica más exitosa de la biosfera, y, por la otra, al límite mismo de las posibilidades de la biosfera, pasado el cual es predecible tanto su propia destrucción como gran parte de su ambiente. La pregunta que sigue es: ¿podrá también su inteligencia salvarlo de este manifiestamente terrible destino? La respuesta es desconocida en el presente, y muchos ecólogos aseguran que no va quedando mucho tiempo para responderla. Además, quien tiene la inteligencia es la persona individual, pero ni la sociedad ni la cultura la poseen. La inteligencia individual no es rival del ímpetu de la masa. Muchas veces los movimientos sociales y culturales alteran la historia con la fuerza de su falta de inteligencia.

La paradoja de la especie humana con relación a la biosfera es que, por una parte, su inédito éxito se ha debido a la ingenio de algunos pocos de sus individuos que han producido tecnologías eficientes e innovativas, junto con la gran capacidad de aprendizaje y comunicación de los individuos que la constituyen. Por decenas de milenios, a los seres humanos les bastó el hacha de piedra. La lanza tardó mucho tiempo en aparecer. El arco y la flecha fueron grandes innovaciones. La innovación tecnológica es en la actualidad una ocurrencia cotidiana. Tanto la inventiva como el aprendizaje han posibilitado a los seres humanos la obtención de recursos desde toda la biodiversidad y de todos los nichos del ecosistema. Este hecho los diferencia radicalmente de las otras especies que depredan dentro de su propio nicho biológico. Además, la destrucción de la biodiversidad que acompaña su explotación trabaja contra su propio éxito. La demanda que actualmente hace la biosfera a la noosfera, por así decir, es simplemente el establecimiento del desarrollo sustentable, amén de evitar holocaustos nucleares.


El determinismo biológico


Si el destino de la especie humana es incierto, el destino de todo organismo viviente es fatalmente seguro: terminar como alimento de otro. Sin embargo, un organismo mientras vive, sobrevive en la necesaria interrelación depredador-presa del ecosistema, porque posee una cierta funcionalidad para sobrevivir frente a la agresividad del medio ambiente hasta que decae y muere o es muerto.

La razón fundamental es que lo que interesa al mecanismo de la prolongación de la especie, forjadora de un código genético cada vez más eficiente, es que el organismo sea apto, es decir, que pueda reproducirse y criar prole a su vez apta, lo que significa tener la capacidad para sobrevivir en un medio en transformación. La selección natural que caracteriza el mecanismo de la evolución biológica no es otra cosa que la subsistencia de aquellas unidades genéticas de la especie que contribuyen a que los individuos lleguen a sobrevivir y procrear prole fecunda en un medio competitivo y cambiante.

Evidentemente no interesa en esta perspectiva lo que al organismo individual pueda ocurrirle después de ese cometido o función, por muy miserable y penosa que se torne su existencia posterior. Así, en muchas especies la totalidad de los individuos terminan sus existencias violentamente como alimento de sus depredadores cuando dejan de ser funcionalmente aptos, cuando las respuestas del organismo se debilitan, y antes de que sobrevenga una muerte natural más apacible. En otras, la vejez es fuente de dolencias sin remisión y de sufrimientos que sólo la muerte termina por aplacarlos. El objetivo de la supervivencia individual, para el cual evitar el dolor es funcional, deja de tener importancia en el desarrollo del organismo biológico cuando el periodo para la reproducción se ha cumplido y ya no puede seguir desempeñándose. Ciertamente, la evolución no contempla dentro de las ventajas adaptativas la vejez feliz. Tal condición se da según la sabiduría y espiritualidad individual.

El mecanismo de la evolución biológica puede conformar estructuras para funciones específicas relacionadas con la supervivencia y la reproducción y que, además, pueden ser extremadamente funcionales en otros aspectos. La extraordinaria funcionalidad del cerebro humano, por ejemplo, nos permite realizar una enorme cantidad de funciones intelectuales que no son realmente imprescindibles para nuestra supervivencia y reproducción. De este modo, una estructura que emergió para una finalidad determinada puede desempeñar funciones mucho más complejas que la finalidad para la que se estructuró primitivamente, que subsanan las deficiencias de la evolución para garantizar una mejor calidad de vida, como asegurar el sustento, curar enfermedades y aliviar el dolor.

En este orden de cosas, podemos pensar que nuestro mundo es el mejor mundo posible en la perspectiva de la especie humana, en tanto permite su subsistencia, pero es evidente que no lo es necesariamente en la perspectiva de la supervivencia de un ser humano individual, quien está consciente de su diario sufrimiento y de que algún día deberá morir, y sobre todo cuando su mente le permite imaginar mundos mucho mejores, como contraste con tener conciencia de su desmedrada situación y con lo terrible que puede llegar a imaginar su propio destino.

Es apropiado considerar aquí que si nuestro mundo es el mejor mundo posible para la subsistencia de la especie humana, es ilusoria la pretensión de las ideologías milenaristas que creen en la posibilidad de un mundo ideal, pues contradice los hechos biológicos. Podemos pensar que el advenimiento de cualquier mundo distinto del que nos hemos biológicamente adaptado supone un peligro para la subsistencia de nuestra especie, pues es probable que ésta no llegue a contar con la complejidad de los medios requeridos que le permitan la subsistencia. A pesar de todos los defectos que podamos atribuirle a nuestro mundo como efecto de nuestra acción intencional, como la injusticia, la guerra, la pobreza, para no incluir los efectos naturales, como las pestes, los terremotos, las inundaciones, difícilmente una voluntad general inclinada por la paz y el amor podría llegar a subsanarlos sin alterar los complejos mecanismos que nos permiten subsistir, aun cuando supongamos que es posible que la subsistencia de la especie humana pueda depender de la buena voluntad de la generalidad de los seres humanos.

Los resultados de las buenas intenciones y el voluntarismo tras los movimientos sociales, políticos y religiosos en esa materia son por lo general imprevistos y no deseados, aunque también, a no dudarlo, estas acciones han generado cambio. El hecho natural es que cualquier acción impuesta ideológicamente, aunque tenga la mejor intención, puede romper los delicados mecanismos y leyes biológicas que regulan la subsistencia de nuestra especie, sobre todo cuando muchas veces estos mismos mecanismos y leyes, liberados a su libre acción, pueden ser más beneficiosos para la subsistencia de la especie.

En efecto, si pensáramos que la subsistencia de la especie tuviera que depender exclusivamente, por ejemplo, de la educación de los niños, deberíamos aceptar que un periodo histórico de mala educación haría peligrar la especie. Puesto que la subsistencia de cualquier especie, incluida la humana, depende de su condicionamiento biológico, éste debiera ser respetado en cualquier decisión política. Este conocimiento no surge de principios filosóficos a partir de la razón y que luego se codifican en un supuesto derecho natural, sino que deriva de hallazgos científicos cuyas teorías pueden sintetizarse a un nivel superior que podríamos llamar, ahora sí, filosofía. Hasta ahora las toscas y burdas ingenierías sociales, que no han tenido el más mínimo respeto por la persona ni por el delicado entramado de la biología, han causado las espantosas tragedias humanas de las que el siglo XX ha tenido que padecer tan a menudo.

A través de generaciones, el mecanismo de la evolución biológica tiende a modificar en el tiempo estructuras para que adquieran determinadas funciones solicitadas por un medio pródigo en posibilidades. Anteriormente dimos el ejemplo de las alas. Y también la evolución biológica puede modificar una estructura particular para que pueda desempeñar una determinada función. Por ejemplo, el pico de una especie de aves puede irse estructurando, al cabo de algunas generaciones, en una diversidad de formas, de modo que una subespecie podrá con la nueva adaptación succionar néctar, otra, atrapar insectos, y una tercera, agarrar semillas, y así una cantidad de nichos ecológicos ser explotados, como muy bien lo observó Darwin en la variedad de pinzones, cuando visitó las islas Galápagos.

Pero un organismo biológico es más que un tubo digestivo con coordinación centralizada que, mediante sus propios sistemas de digestión, utiliza y consume la energía del medio, y que, para obtener la energía aprovechable de manera eficiente, dispone de sistemas apropiados tales como aletas, hojas, patas, cilicios, alas, raíces u otro dispositivo de locomoción y acceso al medio nutritivo, un sistema de control, un sistema de información sobre el medio externo, sistemas de defensas contra la agresión del mismo medio y, por supuesto, sistemas genéticos de reproducción. Un organismo biológico es, en esencia, una estructura autónoma compuesta por sistemas, aparatos y órganos estructurados, funcionales y dependientes de un control central cuyo propósito último es su propia supervivencia, reproducción y autoestructuración. Esto es, un organismo biológico se define por sus funciones primordiales que son la supervivencia, la reproducción y la autoestructuración, y no por otras funciones, como la ingesta de alimentos, que son dependientes de las primeras.

Es conveniente señalar también que una función importante de una estructura autónoma, que busca sobrevivir en un medio agresivo que potencialmente puede destruirla, es el engaño, el disimulo, la farsa, el mimetismo. A través de este medio, el individuo finge poder, persigue ocultarse, simula peligro o aparenta inocencia para su posible adversario, depredador o presa. Esta característica funcional, que surge naturalmente a través del mecanismo de la evolución, en el ser humano es además intencional.

De la extraordinaria capacidad de las estructuras autónomas podemos inferir que un humilde gusano, habitante de esta partícula cósmica denominada Tierra, es inmensamente más complejo y, por tanto, más funcional que una magnífica estrella como, por ejemplo, la colosal y poderosa Canis Majoris. Es cierto que el primero se va estructurando mientras va consumiendo energía, en tanto que la segunda se va desintegrando mientras la va produciendo. Pero la estructuración de un consumidor eficiente requiere mayor funcionalidad y complejidad que la desintegración de un productor eficiente. La mayor eficiencia en el empleo de energía da al traste con la concepción de desorden de la segunda ley de la termodinámica. Por lo tanto, no es legítimo suponer que un ser viviente es una insignificancia frente a la inmensidad del universo. Su superioridad reside precisamente en su propia funcionalidad que le permite una mayor capacidad relativa de subsistencia. La energía es empleada con mayor eficiencia tanto en su propia estructuración como en sus acciones funcionales de supervivencia y reproducción. En la perspectiva del tiempo, la vida es un estallido de estructuración; en la perspectiva de una vida, ella es todo el tiempo.

En el proceso de estructuración biológica de la materia se han producido estructuras tan complejas como, por ejemplo, el cerebro de los mamíferos, que es el órgano terminal de las sensaciones y procesador de las percepciones, centro de las emociones, lugar de la memoria y la imaginación, y dotado de conciencia de lo que lo rodea. Además, en el ser humano este órgano ha desarrollado en alto grado la capacidad de pensamiento conceptual y lógico que le permite una afectividad de sentimientos, conocer racionalmente, poseer conciencia de sí y actuar intencionalmente.

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NOTAS:
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Todas las referencias se encuentran en Wikipedia.
Este ensayo ha sido extraído del Libro VI, La esencia de la vida (ref. http://www.esenvida.blogspot.com/), Capítulo 4. “La especie y el medio.”